Historia

Un sueño llamado Okinawa...

En 1954 a la edad de 35 años, el Gran Master Antonio Márquez López comienza a practicar Judo bajo la dirección del profesor Daniel Hernández. En 1956 inauguró Nápoles Judo club en la Colonia Nápoles (en la esquina de Dakota y Pensilvania) Distrito Federal. Posteriormente en 1958, El Gran Master se gradúa de cinta negra 1er Dan de Judo y comienza a practicar karate (Shito Ryu); formando parte del primer grupo que hubo en México, dirigidos por el profesor Nobuyoshi Murata.

En 1960 se agrega a su escuela de Judo la enseñanza del Karate, por lo que se cambia el nombre a “Nápoles Karate-Judo Club”, logrando que el número de alumnos se incrementara de manera inmediata y convirtiéndose en un éxito rotundo.

Una vez establecida su escuela, el Gran Master quería seguir recorriendo el camino del karate y seguir aprendiendo de él y sobre todo, disipar muchas dudas que le habían expuesto acerca del karate; entre los que estaban; que era para mayores de edad, que era peligroso que los niños lo aprendieran porque podía hacerlos agresivos, que las personas debían de ser de un estrato socioeconómico alto y sobre todo que era únicamente para hombres. Por lo que, con ayuda de uno de sus alumnos, el capitán Cerón, consiguió una carta de la Embajada Japonesa en México, la cual fue dirigida a la Central de Federaciones de Karate en Japón, cuyo titular en aquel entonces era el Gran Maestro Toyama Kanken, 10° Dan.

Con esa carta y una motivación inquebrantable para demostrarse a si mismo y a sus alumnos que había mucho más que aprender del karate que lo que sabían hasta el momento; incluso lo que su propio profesor les había contado, que en Japón únicamente se practicaba Shito Ryu y que si se enteraban que era un mexicano entrenando Karate, los karatekas japoneses podían agredirlo. el Gran Master viaja a Tokio, Japón. Para él, el karate tenía un sinfín de beneficios; tanto físicos, mentales como espirituales y por ello, debía poder ser accesible para el mayor número de personas posible, ya sea hombres, mujeres, niños y adultos, sin importar su nivel socioeconómico.

En Tokio estuvo hospedado en el Hotel Ginza, en donde comenzó su búsqueda de las escuelas más importantes de Karate; dicha búsqueda le proporcionó la información de los maestros Mabuni, de Shito Ryu; Nakayama, de Shoto Kan y Yamaguchi, de Goju Ryu.

(A continuación se deja un estracto narrado por el Gran Master Antonio Márquez López para la revista Katana; en donde nos narra los acontecimientos vividos en su viaje a Japón y un poco más…)

“Decidí primero ir al Dojo de Shito Ryu, porque era la técnica que yo practicaba en México y también por lo que se me había dicho de que eran sus seguidores en el país del Sol Naciente los que me iban a pegar cuando me tuvieran a su alcance. Como yo era joven y fuerte, acostumbrado a la disciplina militar que había adquirido en la Escuela de Transmisiones del Ejército Mexicano, habiendo llegado allá al grado de Sargento, y con el temperamento tan propio de nosotros los mexicanos, pensé: “Si me van a matar, que lo hagan de una vez, pero les va a costar trabajo…”

“Cuando llegué al Dojo pregunté por el Sr. Mabuni esperando que, en el mejor de los casos, ni siquiera me recibiría. Cuál sería mi sorpresa cuando se presentó ante mí, amable y caballeroso.

Tendría 58 o 60 años, bajito, delgado. Era descendiente en línea directa del maestro Mabuni Kenwa (nacido en 1889 y fallecido en 1952), quien en 1928 creara el Shito Ryu. Con gran cortesía me invitó a sentarme y yo, sacándolas de mi portafolio, le enseñé las muchas fotografías que llevaba de mi escuela. Se interesó y las vio con detenimiento. Le dije, a través de un intérprete que lo acompañaba, que en México yo practicaba también Shito Ryu y que uno de los representantes de la técnica allá me había advertido que sus homólogos japoneses me golpearían al verme. Al oír eso, el rostro del maestro cambió, dejando traslucir un gran enojo. “¿Cómo se llama ese hombre indigno?”, preguntó. Se lo dije y fue a buscar a sus archivos. Luego de un cuidadoso escrutinio expresó: “El nombre de ese señor no está aquí; ni siquiera lo conocemos, y sepa también que yo no tengo representantes en México, país que no sabía dónde estaba antes de que usted me lo señalara en el mapa”.

 

“El maestro Mabuni me invitó entonces a presenciar una de sus clases. ¡Qué impresionante fue! Sus alumnos se movían como tigres sobre el pulido piso de madera. Cuando terminó, me dijo que en caso de que yo así lo deseara, las puertas de su escuela estaban abiertas para mí. Con un sentimiento de gran respeto y agradecimiento me despedí de él y sus instructores, tan amables y atentos como él, me dijeron adiós haciéndome sentir cómo era esa fina cortesía que tan famosos ha hecho a los buenos japoneses en todo el mundo.

 

“A la mañana siguiente, muy contento por lo que había averiguado el día anterior, me dirigí a la escuela del maestro Masatoshi Nakayama, de la línea Shotokan que iniciara el mismísimo Funakoshi Gichin. El maestro Nakayama era también de corta estatura, complexión robusta, mirada enérgica y sonrisa fácil.

 

Después de que me presenté, me invitó a ponerme el uniforme para que les mostrara lo que yo sabía. Así lo hice. Luego sus estudiantes ofrecieron una demostración que produjo un gran impacto en mí. De particular importancia fue la ejecución de su jefe de instructores, Kanazawa. Alto, de pelo lacio y mirada profunda, tenía una fibra espantosa. Quedé extasiado con su Karate. Al terminar, el maestro me invitó a comer a un restaurante y el profesor Kanazawa nos acompañó. Cuando se despidieron de mí, el maestro Nakayama también me dijo que si yo deseaba ingresar a su escuela, gustosos me recibirían. Agradecí su hospitalidad y me retiré.

 

“Entonces visité a Gogen Yamaguchi, que tenía por sobrenombre “el Gato”, debido a sus movimientos felinos. Me recibió en su casa, donde también tenía su escuela, vestido con un traje de Samurai. Le calculé más de 60 años. Usaba el pelo largo, hasta los hombros. Ofrecía el aspecto de un místico. “¡Casi tiene aureola!”, pensé. Me citó para el día siguiente y cuando llegué ya tenía preparado un acto especial. Su hija, una bella joven de facciones delicadas y figura esbelta, realizó para mí la Ceremonia del Té en una forma verdaderamente maravillosa. Después fue a cambiarse y reapareció en uniforme de Karate. Auxiliada por tres cintas negras realizó entonces una demostración extraordinaria. Vinieron más cintas negras y ejecutaron katas, defensas y ataques. De todas las escuelas que visité en esa ocasión, fue allá donde vi el Karate más rudo y agresivo. El maestro Yamaguchi también dijo que en su escuela tendrían agrado de recibirme si yo así lo quería, agregando que estaba en la mejor disposición de mandarme a uno de sus instructores a mi escuela de México. Esa oferta la acepté y tiempo después recibí en México a Takao Suruoka. No permaneció, sin embargo, mucho tiempo entre nosotros porque, competidor nato y sumamente agresivo, no enseñaba a los alumnos, sino que los golpeaba, razón por la cual tuve que pedirle que regresara a Japón.

 

“Ya sólo me faltaba visitar la Central de Federaciones de Karate cuya dirección y teléfono estaban en aquella carta de presentación que ya he mencionado. A propósito dejé esto para el final, con objeto de concentrar en ello toda mi atención. Desde mi hotel llamé y después de explicar mi asunto, una voz respondió: “Lo esperamos aquí mañana a las cuatro en punto de la tarde”.

Al pronunciar “en punto”, noté una inflexión significativa en su tono que me hizo comprender que verdaderamente querían que fuera yo exacto en llegar.

 

“Sabiendo la puntualidad con que los japoneses hacen todas sus cosas, al otro día, desde las 10.00 A.M. ya me encontraba bañado, vestido, rasurado y con mi uniforme listo en la maleta. Salí a la calle, abordé un taxi y le mostré al chofer la dirección escrita del lugar al que deseaba ir. Me condujo hasta un módulo de policía en donde se detuvo para preguntar cómo llegar allá. Reiniciamos la marcha y paramos en el sitio que le había indicado. “Aquí es”, dijo el chofer. Domo arigato gozaimasta, contesté. Después de pagarle descendí del automóvil. Me dirigí a la puerta del lugar y vi que sobre el dintel había una tabla como de 1.20 de largo por 20 cmts. de ancho. Con letras quemadas, como pirograbadas, se leía Únicamente: Shudokan. Ese era el nombre de la escuela que buscaba.

 

“Como todavía eran las 12 del día, entré a un restaurancito cercano para comer. Luego me puse a dar vueltas, curioseando en las tiendas y comprobando que mi reloj estuviera sincronizado con los relojes que me encontraba en los edificios y comercios a lo largo de mi camino. Cuando faltaban diez minutos para la hora me acerqué a diez metros de la puerta. Pasaron cinco minutos y me acerqué más. Un minuto antes ya estaba frente a la puerta. Diez segundos antes de las cuatro, toqué. Cuando las manecillas de mi reloj marcaron las cuatro de la tarde en punto, me abrieron la puerta. Pude ver que en el área de entrenamiento se encontraban sentados en seiza unos treinta japoneses, con las miradas fijas, sin parpadear, vistiendo uniformes blancos, limpísimos. Al fondo, en el centro, estaba el gran maestro Toyama Kanken con su traje de lujo. Delgado y de facciones finas, tendría unos setenta años.

 

Parecía un santo. Sus dos instructores jefes se encontraban uno a cada lado de él. Me presenté y un traductor que hablaba un inglés muy malo le explicaba al maestro lo que yo decía. Otra vez, y puesto que mi inglés era aún peor, nos entendimos de maravilla. Saqué las fotos de mi carpeta y uno de los instructores las tomó, fue apartando las que juzgó más importantes y se las presentó al maestro. Este las observó mientras volteaba continuamente a verme. Dijo algo al instructor en jefe y a una palabra suya, uno de la fila vino corriendo y me hizo señas de que lo siguiera. Me condujo a un cuarto de aproximadamente 7 metros por 2 en cuyas paredes habían muchos ganchitos de los que colgaban las ropas de los estudiantes. Me cambié y regresé al salón para sentarme con los demás. El jefe de instructores se levantó y dio órdenes en japonés. Naturalmente, no las entendí, pero como a la tierra que fueres haz lo que vieres, veía a los demás y hacía lo mismo.

 

 

“Luego del calentamiento todos nos pusimos en Sikodachi, la postura a caballo. Si un karateka permanece en esa posición cinco minutos, significa que empieza a ser bueno; si lo hace durante diez, ya sabe algo de Karate. Si aguanta quince, comienza a ser excelente. Claro que con trampa alguien podría quedarse así hasta dos días; pero no se trataba de eso. Separé bien mis pies y bajé lo máximo, como si estuviera sentado en un banco.

 

Estábamos treinta formando un círculo y cada uno comenzó a contar diez seiken tsukis, o golpes de puño, que todos repetíamos.

 

Pensé: “Van a contar unos cinco o seis estudiantes y luego descansaremos”; pero no, cada quien siguió contando. Después de cien tsukis comencé a sentir angustia y temblores en las piernas. Aparentemente nadie me veía, pero yo sabía que todos observaban lo que hacía. “Soy mexicano, tengo que hacerlo bien”, pensaba, y lanzaba mis golpes con toda la fuerza y velocidad de que era capaz. Faltaban seis para que llegara mi turno de contar.

 

“Seguramente yo voy a ser el último en contar y luego paramos”, me dije. Mas, ¡oh sorpresa!, cuando terminé mis diez, el que estaba a mi lado volvió a empezar. Llevábamos trescientos tsukis y empecé a sentir calambres en los riñones, el estómago, y mis piernas las sentía dormidas. Repetí mentalmente: “¡Aunque me caiga muerto no me voy a rendir! Es el orgullo mexicano el que está en juego”, y seguí.

 

“Terminamos seiscientos tsukis, la segunda vuelta. Mi cuerpo era como un bloque. Ni el maestro ni nadie me dirigieron la palabra.

 

Un alumno me acompaño al metro, pero sin hablarme para nada. Caminamos diez o doce cuadras que se me hicieron eternas. No podía sostener mi maleta, pero procuraba actuar como si nada, con dignidad. Al llegar a la estación me dijo secamente: “¡Welcome!, ¡mañana otra vez a las cuatro!”, y se fue. En el vagón mi cuerpo comenzó a temblar y me vino una convulsión de pies y manos. Toqué mi frente y me di cuenta de que tenía fiebre. Afortunadamente el metro me dejó a una cuadra de mi hotel, el Ginza.

 

Me fui a una tienda y pedí dos cervezas para llevar; vi que cada una era del tamaño de las caguamas mexicanas. Me las dieron en una redecita que a duras penas pude sostener. “¿Y ahora cómo me las llevo?”, pensé. No podía ni subir el brazo para pagarlas.

 

“De alguna manera logré llegar al hotel. Sentía mareos. Entré al elevador. Cuando la puerta se abrió, salí y me desplomé. Sentado me arrastré hacia mi cuarto, jalando mi maleta y mis cervezas.

 

Abrí penosamente y continué arrastrándome hasta la tina de baño. Di la vuelta a la llave del agua caliente. Luego me fui acercando, también sentado, hasta el burocito junto a la cama. Allá habían aspirinas, alcancé dos y regresé al baño. Me las tomé con agua de la tina. Penosamente abrí una cerveza, la bebí y después me las arreglé para deslizarme en la tina. Seguramente mi presión había bajado mucho, porque en el agua caliente yo temblaba de frío. Transcurrido un buen rato llevé a cabo la hazaña de salir de la tina y me sequé. Me metí en la cama, apagué la luz y me dormí profundamente.

 

“Desperté al otro día como a las doce. Todo me dolía: piernas, brazos, riñones. No tenía hambre, así que tomé otras dos aspirinas. Bajé y compré un litro de leche que me bebí casi de un tirón. Volví a mi cuarto y me recosté en la cama. Después me bañé, me vestí y a las 2:30 salí para el dojo. Otra vez estuve allá a las cuatro en punto. Entre los demás, sentía como si yo fuera transparente, porque nadie me prestaba atención. Solo el instructor en jefe se dirigió a mí para decirme: “¡Welcome!. Ahora váyase a ese rincón y póngase a practicar tsukis”. Esta vez fue de pie, en Hachihi Dachi. ¡Qué bueno!, porque si hubiera sido en Siko Dachi me hubiera muerto. A la media hora de hacer lo mismo empecé a sentirme molesto. Una hora después comenzó a invadirme el coraje. “¿Para esto viajé hasta aquí? ¡Ni caso me hacen!, yo ya me voy”. Mas una voz interior me decía que siguiera, que no me “rajara”, y seguí. Dos horas después, cuando ya estaba desesperado, la clase terminó. El maestro Toyama dijo algo a un alumno, que supuse era :“Encamínelo al metro”. Así lo hizo él, sin hablarme para nada. Al llegar a la estación pronunció los consabidos “¡Welcome!”, “¡Hai!», «¡Domo arigato!», «¡Oyasuminasay!», y se fue. «¡Chirriones!», pensé, «¡Venir desde México, con tanto sacrificio, para esto!». Compré un pan de caja, carnes frías, queso, un refresco y agua. Preparé sandwiches, me los comí, tomé otras dos aspirinas y me volví a dormir.

 

«A las cuatro en punto de la tarde que siguió, estuve de nuevo en el dojo. Esa vez sí me pusieron a un instructor. Se paró frente a mí en el rincón que ya me empezaba a ser familiar y, con semblante inescrutable, ordenó: ¡Pinan Nidan!. Con todo el coraje y la entrega de que fui capaz ejecuté mi forma. Al terminar dijo secamente: “¡Good!, ¡One more!” (“¡Bien!, ¡Otra vez!”). Así lo hice y lo oí decir de nuevo: “¡Good!, ¡One more!”. La secuencia se repitió una y otra vez. Siempre que terminaba, repetía: ¡Good!, ¡One more!”. A las veintitantas veces perdí la cuenta. Como en el número 30 o 40 el sudor me chorreaba y empapaba mi uniforme como si me hubieran echado encima varios baldes de agua. Para seguir haciendo bien las cosas, imaginaba que estaba yo rodeado de enemigos y que peleaba con ellos a muerte. Así, la clase terminó y regresé a mi hotel. Era viernes.

 

“Como en aquel dojo las clases tenían lugar de lunes a sábado, el sábado me presenté también a las cuatro de la tarde. En esa ocasión todos practicamos los mismos ejercicios: técnicas básicas, patadas, katas… me gustó más. Cuando terminó la clase nos formamos como de costumbre para el saludo final; pero he aquí que, en lugar de mandarme a mi hotel, el Gran Maestro dijo algunas palabras a sus jefes de instructores y uno de ellos indicó con voz sonora: ¡Antonio san!, “¡one step!” (“¡Sr.Antonio!, ¡un paso al frente!”). Sorprendido, me adelanté a la fila un paso y en ese momento todos rompieron en grandes aplausos. La verdad es que me asusté. Entonces vi que en cada cara había una sonrisa. La puerta corrediza que estaba a un costado se abrió y la esposa del Gran Maestro apareció con charolas de comida japonesa. Un alumno trajo botellitas tibias de sake que vertieron en tacitas y dirigiéndose a mí comenzaron a brindar. ¡Banzai!, ¡Banzai!, gritaban… y comprendí que me estaban felicitando. La emoción se me subió a la garganta y empecé a llorar. También los duros discípulos del Gran Maestro se emocionaron. Con expresión cordial estrechaban mi mano. Como los mexicanos somos muy efusivos, abracé a uno de ellos y todos hicieron lo mismo conmigo. El Gran Maestro asimismo me abrazó y pidió que me tomaran fotos con él. Uno de los cintas negras tomó la palabra y dijo que esa escuela no era comercial, razón por la que los libros sobre Karate escritos por el Maestro nunca se habían traducido a otros idiomas y que cuando recibieron la carta de la Embajada Japonesa en México, todos se habían puesto de acuerdo para ponerme tres pruebas. El plan era que si yo fallaba en alguna ya no me recibirían en su Dojo. La primera fue de puntualidad, que pasé con mucho éxito llegando siempre a la hora exacta, ni un minuto antes ni un segundo después. La segunda fue de resistencia, por eso me pusieron a hacer seiscientos tsukis en la primera clase, que aguanté. La tercera fue de paciencia y debido a ello me estuvieron mandando a un rincón para practicar sin enseñarme nada. Agregó que todos estaban muy contentos al ver como yo, sin saberlo, las había sorteado tan bien.

 

“El Gran Maestro designó allí mismo a su Instructor Jefe, lsao Ichikawa (que en paz descanse), para que se hiciera cargo de mí y me preguntó si quería yo que fuera él a mi hotel a darme instrucción de Karate por las mañanas. “¡Cómo no!, ¡Claro!, ¡Perfecto!”, dije. Quedamos en que el lunes llegaría a buscarme a las 7.00 A.M.

 

“El domingo algunos de los alumnos me invitaron a pasear por la ciudad. El lunes, desde las seis de la mañana me bañé y me puse mi uniforme. A las siete en punto el maestro Ichikawa tocó a mi puerta y tuvimos una excelente y dura práctica.

 

“Los karatekas del Shudokan se turnaban para llevarme a conocer sitios de interés, para convidarme a cenar…

 

“Ya en confianza, le conté al maestro Toyama lo que en México aquél señor que ya he mencionado me había dicho acerca de que yo iba a ser vapuleado por los japoneses cuando llegara a su país. El maestro se indignó, y cuando le referí que también dictaminaba que no debía enseñarse el Karate a los niños y a las mujeres, su enfado creció y respondió que sin duda aquél era un hombre que no practicaba el verdadero Karate y trataba de sorprenderme. Me recomendó que cuando yo estuviera nuevamente en mi tierra, formara enseguida grupos de niños y damas para impartirles instrucción en tan provechoso arte marcial.

 

“Llegó el momento de irme. Al aereopuerto me fueron a despedir los que habían sido mis compañeros y maestros durante esos días inolvidables. Unos me llevaban ramos de flores; otros, bolsas de dulces; otros más, revistas para que yo hojeara en el avión, ya que no iba a leerlas por estar escritas en japonés. Otra vez rompí en llanto. Las lágrimas me escurrían por las mejillas. Por tradición, los japoneses no acostumbran demostrar sus sentimientos y menos llorar en público, pero en esa ocasión vi que muchos tenían los ojos vidriosos. Dejé allá excelentes y buenos amigos.

 

“Cuando llegué a México, al salir del avión observé que había un grupo numeroso de gente acompañada por mariachis que tocaban y cantaban. “¿A quién vendrán a recibir?”, me dije. Entonces vi que desplegaban una gran manta blanca que con grandes letras rojas decía: “¡Bienvenido, maestro Antonio Márquez!”. Eran 200 alumnos míos los que estaban haciendo aquello. ¡Indescriptible emoción y alegría me causaron!

 

“Dos años después, en 1964, abrí otra escuela, el Narvarte Karate Judo Club. Al frente quedó mi primo, el profesor Ángel Márquez. El había sido mi alumno, primero en Judo, luego en Karate. Manejó las cosas muy bien y el nuevo dojo constituyó otro triunfo. Mi primo se convirtió en mi mano derecha. Deseaba superarse y lo logró. Prueba de ello es la organización «Toyama», hermana de la nuestra, que él fundó y que ha sido también un éxito.

 

«Tiempo después nos ofrecieron un enorme local que estaba en la Avenida Coyoacán, Colonia del Valle. Medía 650 metros cuadrados y resolvimos cerrar nuestras dos escuelas para cambiarnos allá. En comparación con aquellas, trabajar en esta nueva era como si después de jugar fútbol en el llano lo hiciéramos en el Estadio Azteca.

 

«Inauguré el dojo el sábado 10 de diciembre de 1966. Fue un rotundo éxito. Hay muchos instructores que cuando les preguntan cuántos alumnos tienen, doblan el número. Si yo fuera mentiroso le diría que tuve allá 1,200 alumnos, pero no. Tuve 700 alumnos.

 

Dudo que en esa época alguien los hubiera reunido. Mis grupos eran de 35 o 40 personas y una vez abrí uno de 60.

 

«A la escuela le puse el nombre de Okinawa. Aunque mi maestro practicaba la técnica de Okinawa-Te, no fue ese el motivo, sino el de que él nació en esa isla. En señal de respeto y agradecimiento por las muchas cosas que me enseño, le dí el nombre de su patria de origen.

 

“Actualmente en nuestra Organización no practicamos la técnica de Okinawa-Te, aunque la aprendí, sino otra que, basándome en aquélla, formé para la idiosincrasia de los mexicanos y que va de acuerdo con los tiempos que vivimos.

 

“Cuando inauguré mis primeros grupos de niños y damas, gente importante empezó a lanzar ataques contra mí a través de la radio, los periódicos y la T.V., diciendo que yo era un comerciante del Karate y otras lindezas por el estilo. Verá, tuve que aguantar muchos chaparrones. Hoy, hasta esos que me criticaban tienen en sus escuelas grupos para niños y damas. Hablando en general, el Karate lo practican actualmente en un 60 % los niños, 30 % los adolescentes y 10 % los adultos. En Okinawa, entre esos porcentajes, tenemos un 65 % de género masculino y un 35 % de género femenino.

 

“Ahora debo añadir, con mucho orgullo, que en la Organización Okinawa creamos el Pre-Karate. Mis hijas son graduadas en Educación Pre-Escolar y también son cintas negras de Karate.

 

Valiéndose de técnicas pedagógicas y médicas produjeron este sistema dirigido a niños de corta edad. Inicialmente aceptábamos en él alumnos entre los 3 y los 6 años, pero como se vio que los beneficios físicos, mentales y espirituales fueron muy grandes para ellos, un gran número de padres de familia empezaron a pedirnos que admitiéramos a sus hijos más pequeños, así que bajé la edad mínima a 2 años. Jugando aprenden Karate y cosas importantes para ellos, como saber cuál es su mano derecha, la izquierda; dónde es adelante, atrás, arriba y abajo. Obtienen disciplina y concentración de una forma divertida, sin dejar de ser niños. Este sistema no existe ni siquiera en Japón o Corea.

 

Tenemos ya instructores (no profesores) cintas negras de 16 o 17 años que empezaron en Pre-Karate y que por lo tanto cuentan con 14 o 15 años de practicar el arte, que es más tiempo del que muchos profesores adultos tienen de conocerlo, dicho sea esto sin ánimo de ofender a nadie.

 

“Los padres de estos niños están felices al ver que motivamos a sus hijos para que sean buenos estudiantes en la escuela y les enseñamos que deben alimentarse sanamente, dejando a un lado la comida chatarra; a ser pulcros en su persona y en su ropa; a respetar a Dios, a la Patria, a sus padres, maestros y prójimo en general. Es así como Okinawa apoya a sus niños para que tengan una buena educación.

 

“Hemos sido innovadores en más de un sentido. Por ejemplo, hace muchos años me di cuenta de que algunas exhibiciones de Karate tradicional eran tan aburridas que ni siquiera las novias de los organizadores iban a verlas. Por lo tanto, decidimos incluir la música en las demostraciones que presentaba Okinawa. Nuestro querido profesor Ramón Flores, de Guadalajara, quien tiene un gran sentido y conocimiento musicales, nos ayudó mucho e introdujimos la realización de katas con fondo musical. Al público le gustó mucho porque son emocionantes tanto para quien las ejecuta como para quien las contempla.

 

“Me parece importante añadir que en 1970 realizamos por primera vez el Torneo Ciudad de México. Treinta años hace, contando el de esa ocasión. Se inscribieron 320 competidores.

Como no teníamos ninguna experiencia en ello, representó un trabajo enorme. Durante los 15 días previos estuve enfermo de los nervios y no dormí. Luego, todo se fue haciendo más fácil.

Desde entonces el torneo lo celebramos anualmente. Durante diez años, entre 1976 y 1986, llegamos a tener 5,000 competidores en cada certamen, provenientes de escuelas mexicanas y también de los Estados Unidos, sobre todo de Texas, en donde teníamos muchos amigos. La época es otra y hoy realizamos ese torneo entre los clubes Okinawa, con una asistencia de 1,200 o 1,300 karatekas.

“También me siento orgulloso de que Okinawa haya sido creada por mexicanos y esté administrada por mexicanos. Tenemos muchos amigos en el extranjero y entre los profesores orientales, a los que respetamos y estimamos, pero en Okinawa hemos demostrado que los mexicanos somos capaces de hacer muy bien las cosas cuando nos lo proponemos. En la Organización tenemos como lema la búsqueda de la excelencia en todo lo que hacemos y la superación constante.

“¿Sabe por qué en nuestros uniformes usamos cintillos rojos y azules? Yo hubiera querido que fueran verdes y rojos para que con el blanco de la tela mostraran los colores de la Bandera de nuestra gran nación, a la que procuramos enaltecer, pero en la época en que diseñamos los uniformes no se permitía usar de esa manera los colores patrios, así que los más parecidos fueron el rojo, el blanco y el azul.

“Ahora le voy a decir algo con respecto al señor que hace casi 40 años me dijo que en Japón me iban a golpear cuando yo llegara allá y que no debía enseñar a niños, a damas y a menores de 18 años. Resulta que hace no mucho tiempo me hizo saber que deseaba hablar conmigo. Sospeché que algo se traía entre manos y fui bien preparado. Cuando me vio me dijo que en Japón estaban muy molestos con nosotros porque usamos esos colores en nuestros uniformes y que no debíamos decir que enseñábamos Karate – Do sino solamente “Karate”. ¡Otra vez con los mismos cuentos!

“Francamente, me enfureció aquello y le respondí que no iba a explicarle la razón de esos colores porque no lo iba a entender, pero que, entre otras cosas, los usábamos para no parecernos a él ni a su traje de Karate y que sus opiniones me tenían sin cuidado. En cuanto al “Do”, que significa “Sendero”, claro que sí lo enseñamos, le dije. ¿Acaso no es “Do” el instruir a los practicantes, como lo hacemos en Okinawa, para que sean buenos estudiantes, mostrarles que deben llevar una vida sana, fomentar en ellos el amor a su Patria, enseñarles a respetar a Dios, en el concepto que cada quien tenga de Él, a sus padres, a sus maestros y a su prójimo en general? Si Karate significa “mano vacía” y Do “Sendero”, ¿no es enseñar Karate – Do el decirles cómo pueden avanzar por el sendero de la vida con las manos vacías de envidia como la que usted está mostrando al criticarnos infundadamente, y recordarles que nada traemos en nuestras manos cuando llegamos a este mundo y nada nos llevaremos en ellas cuando nos marchemos de él, excepto la satisfacción de habernos superado constantemente en todos sentidos? ¡Claro que eso es Karate – Do, porque éste no es solamente tirar golpes y pataditas. Eso cualquiera lo puede hacer. Lo que usted no ha percibido es que el Karate – Do es todo lo que le he dicho y mucho más. Eso es lo que enseñamos en nuestra Organización Okinawa. Eso es Karate y eso es Do, Karate – Do, ¡Entiéndalo!

“La persona en cuestión no supo qué contestarme. Me levanté, le dije “¡Hasta nunca!”, volví la espalda y me fui.

“Luego de pasado un tiempo conversé con el Dr. Manuel Mondragón y Kalb, con quien hace mucho tiempo tuve diferencias de criterio acerca del Karate, que fueron superadas, convirtiéndonos desde entonces en buenos amigos, hasta la fecha. Le conté lo sucedido y me dijo estas palabras que, proviniendo de él, me produjeron una gran satisfacción: “Toño, tú sí practicas Karate – Do”.

En noviembre del 2015 el Gran Master Antonio Márquez López obtiene el grado de Cinta Roja 10° Dan.

El Gran Master Antonio Márquez López, fallece a la edad de 78 años, el 15 de noviembre del 2015; dejando en manos de sus hijos el Gran Master Antonio Márquez López Jr. (Presidente) y David Márquez López (Director General) el legado de Okinawa Karate Do.

Actualmente, la Organización Okiinawa Karate Do cuenta con más de 20 escuelas distribuidas por todo México, para llevar las enseñanzas y filosofía del Karate – Do a todas las personas que lo necesiten…